miércoles, 11 de junio de 2014

Mario Bunge sobre el peronismo


Todavía hoy, a más de cuatro décadas de la muerte de Eva Perón, los argentinos no estamos de acuerdo en si fue santa o diabla. Los viejos «gorilas» como yo creemos que estuvo muy lejos de ser lo primero. Pero no sabemos si obró por cuenta propia o fue instrumento de su marido, el General Juan D. Perón. Y los «gorilas» críticos, que los habernos, no creemos que fuese malo todo lo que hizo el más famoso binomio político latinoamericano.
Yo estoy convencido de que el primer peronismo (de fines de 1943 a mediados de 1955) introdujo media docena de reformas positivas: modernizó el sistema de previsión social y la legislación laboral; dio el voto a la mujer y a los habitantes de los territorios nacionales; favoreció la industrialización; y adoptó una posición neutral (la famosa tercera posición) en la guerra fría.
Pero creo que el precio que los argentinos pagaron por estas reformas progresistas fue desmesurado. Un gobierno democrático hubiera logrado lo mismo o más sin coartar las libertades públicas, ni encarcelar y torturar a opositores, ni rebajar el nivel de la educación y de la cultura, ni imponer la enseñanza de la «doctrina nacional» en los tres niveles educativos, ni amordazar al periodismo, ni convertir al movimiento sindical en un apéndice del gobierno, ni transformar a los pobres en limosneros que todo lo esperan de las autoridades, ni intentar fabricar la bomba nuclear para someter a todo el Cono Sur.


En todo caso, aún no se ha hecho un balance científico detallado del peronismo, que exhiba objetivamente lo bueno junto con lo malo, y que explique la popularidad del peronismo. Esta carencia dice algo acerca del nivel de los estudios politológicos. Este nivel es tan bajo, que incluso un novelista ha podido aportar algo nuevo al debate.
En efecto, el prolífico y famoso novelista argentino Abel Posse, autor de La reina del Plata, Los perros del paraíso, El largo atardecer del caminante, y varias otras novelas tan originales como entretenidas, ha escrito un libro que hará pensar a todos los que se interesan por la doble faz del peronismo. Se trata de La pasión según Eva (Emecé Editores, 1994). Es una crónica novelada o, como la llama el autor, «biografía coral». Se funda en gran parte sobre testimonios verbales de muchos personajes de la época, entre ellos el padre Hernán Benítez, ideólogo peronista y confesor de Evita.
Este libro es parcial a Eva Perón. En cambio, lo deja bastante mal al General: lo presenta como propenso a componendas, pusilánime, pesimista, cínico, y renuente a pelear. El libro es claramente más evista que juanista. Como lo fueron los violentos «Montoneros». (Una de de las consignas de este movimiento guerrillero, reprimido tanto por el General Perón como por la dictadura militar de 1976 a 1983, era «Evita montonera».)
Posse nos habla de la pretendida pasión de Evita por la justicia social y de su indiscutible capacidad de trabajo. Pero no nos habla de su pasión por el poder. Nos muestra la admirable entereza con que Eva Perón enfrentó un cáncer galopante que le causaba agudos dolores y la debilitaba a ojos vistas. Pero no nos dice que hubiera extorsionado a empleados públicos y empresarios, ni menciona que se enriqueció con dineros públicos. (A mí y a muchos otros nos echaron de la Universidad por negarnos a afiliarnos al Partido y por solicitar mensualmente por escrito que no nos descontasen la contribución «voluntaria» a la Fundación.)
Posse nos cuenta los pequeños triunfos de la pobre actriz pueblerina en la gran urbe, pero no sugiere que sus contactos con oficiales del Ejército la hubieran ayudado en su carrera. Tampoco comenta sobre los documentos que exhibiera el diputado nacional Silvano Santander en el Congreso. Según ellos, tanto Perón como su amiga habrían sido agentes a sueldo del nazismo. Nadie puso en duda la autenticidad de estos documentos. Pero quizá Posse tenga razón al no hacerse eco de ellos, porque a la vuelta de los años hemos comprendido que el peronismo no era una mera traducción criolla del nazismo sino un movimiento populista original, que recurrió a medios más sutiles y mucho menos violentos que los usados por Hitler.
El gran mérito del libro de Posse es haber mostrado cómo Evita era percibida por la gente humilde. La veían, efectivamente, como la Redentora de los Pobres. (Una de las consignas de la época era «Perón cumple, Evita dignifica».) Y esto es lo que más importa en política: no tanto cómo son realmente las cosas sino cómo son percibidas. Es precisamente lo que dice el llamado «teorema de Thomas», enunciado en 1928 por el sociólogo norteamericano I.W.Thomas. Según esta célebre tesis, «si los hombres definen las situaciones como reales, ellas son reales en sus consecuencias».
Yo dudo que Evita sintiese pasión por la justicia social. Creo que usó la caridad en escala nunca vista con fines puramente políticos y personales: para afianzar al gobierno peronista y ganar la devoción de las masas para con su persona y la del General. ¿Por qué creo esto? Porque el peronismo no atacó las causas de la pobreza. Practicó la caridad, no la justicia. Por ejemplo, ni siquiera hizo la reforma agraria que llevó a cabo el odiado sha de Irán. En efecto, no confiscó ni repartió latifundios. En cambio, confiscó casi todos los medios de comunicación y los convirtió en maquinarias de propaganda. (Al fin y al cabo, el General Perón siempre admiró a los regímenes fascistas.) Todo esto sucedía en Argentina al mismo tiempo que en Europa florecían tanto la libertad como el llamado Estado de bienestar.
Los Perón movilizaron a las masas trabajadoras para que defendiesen a su gobierno, no para que luchasen por un orden social más justo. En efecto, no adoptaron la noble divisa de la Revolución Francesa de 1789: «Libertad, igualdad, fraternidad». En cambio, Evita inventó la consigna «¡La vida por Perón!».Y el General Perón pedía al final de todos los actos públicos que presidía: «De casa al trabajo, y del trabajo a casa». O sea, predicaron mansedumbre y ciega sumisión al Líder.
Al sojuzgar la judicatura, someter los sindicatos, y vigilar cuidadosamemente todas las organizaciones no estatales, los primeros gobiernos peronistas destruyeron prácticamente la sociedad civil. O sea, nada quedó entre el individuo y el Estado, como corresponde a un régimen totalitario. En efecto, para conseguir algo había que afiliarse al Partido y peticionar al Jefe o a la Jefa. Tanto el garrote como la dádiva venían de arriba. Es verdad que Evita forjó una frase admirable: «Donde hay una necesidad hay un derecho». Pero interpretó este derecho a su manera: se trataba del derecho a la asistencia, no al trabajo.

El remedio (la caridad) fue a la larga peor que la enfermedad (la pobreza). En efecto, los «salariazos» (aumentos súbitos y masivos de sueldos) y la Fundación Eva Perón minaron la confianza de la gente en su propios recursos y sus propias instituciones, en particular los sindicatos, sociedades de ayuda mutua y de educación popular, y las cooperativas de producción y consumo. La combativa clase trabajadora argentina fue transformada en una masa dócil de pordioseros que lo esperaban todo de San Perón y Santa Evita.
En su libro Mujeres cotidianas (Planeta, 1992) Aurora Alonso de Rocha demuestra que el presunto feminismo de Evita no fue tal. «El primer afiliado al Partido Peronista Femenino fue Perón, un hombre; la marcha "Evita Capitana" tiene la misma música que "Los muchachos peronistas", y la misma letra adaptada para hacerla todavía más obsecuente al general Perón; los mensajes a las mujeres en La razón de mí vida acentúan la mimesis y el sometimiento al pensamiento de los varones, la consideración del trabajo femenino como un mal necesario, y el mito de la santidad del hogar, lugar donde sí es posible y se gana el derecho». Aunque la propia Evita fue combativa, su discurso incitaba a la sumisión de sus congéneres al varón y, en particular, al Líder.
Lo peor de todo fue el sojuzgamiento de las escuelas y universidades. En todas ellas había cursos obligatorios de «doctrina nacional». El libro La razón de mi vida, escrito por un escribidor español cursi, era de lectura obligatoria. Además, se derogó la vieja ley de enseñanza laica. '
En las universidades sucedió algo aun peor. Los profesores competentes y díscolos fueron reemplazados por servilones incompetentes. Por ejemplo, cierto personaje ridículo, docente de enseñanza secundaria que ni siquiera tenía el título de doctor, fue nombrado director del Instituto de Física de la Universidad de La Plata. Un químico mediocre fue puesto al frente de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires. (Aprovechó para robar instrumentos de precisión, centrifugadoras, bombas de vacío y otros artefactos.)
Un tal Ronald Richter, aventurero desconocido en la comunidad científica, fue encargado de fabricar un reactor nuclear y, eventualmente, una bomba nuclear. En esta empresa se gastó casi todo el cemento disponible en el país durante un año. Cuando fracasó, las instalaciones fueron inspeccionadas por un grupo de físicos. Su jefe, el respetado físico alemán Richard Gans, me contó que los instrumentos de medición que Richter mostraba a los dignatarios visitantes no estaban conectados.
La política cultural del primer peronismo se resumió hacia 1950 en dos consignas populares: «¡Alpargatas sí, libros no!» y «Haga patria: mate un estudiante». Los dirigentes peronistas reprobaban lo que Fernando VII había llamado «el funesto vicio de pensar». Sin decirlo, querían que el pueblo acatase la consigna de Mussolini: «Creer, obedecer, combatir».
Lástima que, al caer Perón, se le permitiese huir cargado de oro, en lugar de llevarlo a los tribunales acusándolo de abuso de poder, encarcelamiento y tortura de opositores, violación de la Constitución, confiscaciones ilegales, malversación de fondos públicos, etcétera. En cambio, los dirigentes de la «Libertadora» cometieron el crimen de fusilar a obreros y militares fieles a la dictablanda. Además, cometieron el error, en nombre de la democracia, de proscribir al Partido Peronista. Esto dio origen a la guerra sin cuartel de los sindicatos contra el gobierno y, más tarde, a los movimientos guerrilleros, los que a su vez dieron la excusa para emprender la «guerra sucia». (Analogía de actualidad: la feroz represión del integrismo islamista por parte del gobierno militar argelino.)
Algunas páginas del libro de Abel no pueden dejar de conmover. Lo hacen, por ejemplo, las que describen las desventuras de la joven Eva Duarte, hija natural no reconocida de un hacendado, y las que narran los agudos dolores causados por la enfermedad terminal. Pero quienes, a diferencia de Posse, hemos vivido como adultos esos años de plomo, no podemos olvidar que los opositores éramos marginados, humillados y amenazados diariamente, al tiempo que el pueblo era engañado y esquilmado.
El complejo movimiento peronista, modelo de populismo, finalmente ha comenzado a ser estudiado objetivamente por un puñado de sociólogos, politólogos e historiadores. Entre ellos se destaca el argentino Torcuato S. Di Telia, con su libro Sociología de los procesos políticos. No sé qué pensarán esos investigadores sobre La pasión según Eva. Lo cierto es que este libro apresa al lector desde la primera página. (Por cierto, lo mismo ocurre con todos los demás libros de Posse.)
Esta obra de Posse ilumina muchos rincones oscuros de una extraordinaria figura pública. Al hacerlo explica en parte el tesón, la pasión y la valentía del personaje, cualidades que contribuyeron poderosamente a granjearle la simpatía popular. Así fue vista por los desamparados. Lo que nunca sabremos es si hubiese sido percibida de la misma manera si, en lugar de arengar a las masas desde el balcón de la Casa Rosada, flanqueada por militares, hubiera actuado en la calle, sin recursos y hostigada por la policía.

(Extracto de Cápsulas, primera edición, mayo de 2003, capítulo sección I.8, págs 56-60, Barcelona, Editorial Gedisa SA)

Mario Bunge

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